Renfe más saturada que dos cucharaditas de Cola-Cao y un bucho de leche. Vuelvo a escribir en la vía férrea, mi medio literario favorito. De la periferia a Madrid Centro con la adhesión de más compañeros de viaje a cada parada, sin evitar la gente que se baja, cuantificable goteo, que en el vagón se masque un calor plátano. Las ventanas, rayadas, dejan entrever un paisaje constituido por algo más que hombros allá fuera.
Todo el mundo sabe y espera, con infinita impaciencia, que ocurra: la llegada a Atocha. Dispersión de partículas de polvo al estallar un petardo, expansión de una catarata en un vaso de base infinita, huida aérea de un árbol que acaba de ser apedreado, más figuras literatofílicas que expresen lo mismo, arcotangentes de pensamiento abstracto que huele a mezcla de sudor rancio y mariposas de parpadeo.
El sonido repentino de teléfono rasga el silencio y me devuelve a la realidad compartida, alejándome de mi irrealizable mundo interior.
El eco predijo que llegaba a mi destino: Atocha había llegado a nuestros pies y no al contrario.